agosto 30, 2005

ARMENGOL / Ciclón

por ALEJANDRO ARMENGOL

Para Hemingway, la mejor manera de pasar un ciclón es con una botella de ron a mano y el oído atento a las noticias, -si uno tiene un radio de batería-, luego de asegurar puertas y ventanas con tablones y clavos. Pese al tiempo transcurrido desde el descubrimiento de América, las tormentas tropicales no han perdido por completo su carácter exótico. Crean temor y hasta pánico, pero también producen una mezcla de impotencia y desafío que llevan a almacenar desde agua hasta jamón y embutidos, que si no se comen rápido terminan podridos a los pocos días de faltar la energía eléctrica.

Nos hacen más dependientes de los otros (socorristas, bomberos, policías, brigadas de limpieza, reparadores de líneas energéticas y sistemas de comunicación), pero al mismo tiempo despiertan el afán de protegernos por medios propios, y comprar desde velas hasta una planta eléctrica para la vivienda, si tenemos el dinero necesario. Se repiten año tras año y siempre se hace necesario volver a emitir las órdenes de evacuación obligatoria, imponer toques de queda y sacar a la calle más policías.

El paso de un huracán es fortuito, inevitable e incierto. Pese a los avances tecnológicos, cualquier ciclón -como acaba de ocurrir con Katrina en la Florida- puede sorprender con su recorrido. Lo más que ha llegado el hombre es a prolongar la espera. Porque cuando llega, sólo cabe buscar refugio. Todo el aparataje de los servicios de emergencia de los gobiernos locales, los pronósticos cada pocas horas, los políticos brindando conferencias de prensa y los reporteros de televisión informando empapados por la lluvia, con sus cuerpos sufriendo el azote del viento, es para ayudarnos en nuestra soledad frente a la tempestad. Un ciclón nos hace sentir pequeños, débiles, abandonados. Ese alarde de fuerza de la naturaleza abre las posibilidades a que los hombres se ayuden y se dediquen al saqueo. Somos mejores y peores. Una tragedia para unos y una bonanza para otros. Miseria y oportunidad. Pérdida y ganancia.

Causa de naufragios, una tempestad tropical da inicio y título a la última obra de teatro de Shakespeare, e inicia un debate cultural y político que sobrevive en nuestros días. Pero ni ella ni su equivalente en las antipodas -el tifón, que sirvió a Joseph Conrad para una novela- alcanzan la grandeza bíblica del diluvio o la frecuencia literaria de la tormenta de nieve.

El huracán es cosa de dioses primitivos, tema de etnólogos como el cubano Fernando Ortiz y sólo capaz de atemorizar al gángster en decadencia Johnny Rocco en Key Largo. No es que el número de muertes ocasionadas por los ciclones sea despreciable, sino que éste se le tiende a asociar con las islas, naciones subdesarrolladas y pueblos pobres. Sólo en Estados Unidos se rompe en ocasiones ese nexo. No siempre: los cientos de norteamericanos que murieron en 1935, principalmente en los cayos Matecumbe, eran veteranos de la I Guerra Mundial; pobres diablos que trabajaban en la construcción de la autopista destinada a unir a los cayos floridanos con la tierra firme como parte de un proyecto federal destinado a combatir la miseria causada por la recesión económica. Una casa móvil, un techo de tejas, una vivienda de madera: todas desaparecen. A diferencia del terremoto, el ciclón es clasista por naturaleza.

Por esa razón William Faulkner prefiere una inundación del Mississippi -y su vinculación con el diluvio universal- para una de las historias entrecruzadas de la novela Las Palmeras Salvajes. La relación entre el prisionero y el fenómeno natural que es a la vez liberación, causa circunstancial que le permite convertirse en un héroe y obstáculo temporal frente a su deseo de volver a la cárcel -libre de cualquier esponsabilidad: el lugar donde paradójicamente se ha adaptado a vivir y se siente seguro- tiene un carácter existencial que va más allá del tema social.

Hemingway, por su parte, es quien hace referencia al ciclón de 1935 en Tener o no Tener, su novela más "comprometida" y también una de sus narraciones más flojas- se vale del naufragio del buque español Valbanera en el estrecho de la Florida para Después de la Tormenta, un cuento de pillaje. El autor de El Viejo y el Mar -según Norberto Fuentes- practicaba una aproximación bélica ante cualquier ciclón cubano, al cual catalogaba de "enemigo" en una anticipación doméstica a Fidel Castro.

En Estados Unidos, cualquier ciclón es motivo de alarma -si acaso esperanza y ruegos- y pérdidas millonarias. Sólo da cabida a la tragedia y la esperanza. Esta relación calvinista de castigo, voluntad y trabajo frente a un fenómeno atmosférico -ese esfuerzo pragmático por regular las consecuencias el caos al no poder impedirlo- es ajena a la mentalidad caribeña, donde el ciclón es melodrama, pero también jolgorio.
Para los cubanos, antes de Castro tomar el poder -al menos antes del paso del Flora en 1963- la llegada de los ciclones era motivo de fiesta y causa de calamidades, todo mezclado en una actitud irreverente e irresponsable. En la década de los cincuenta, las mujeres aprovechaban la ocasión para salir a la calle con pantalones ajustados. Años antes, en 1930, el Trío Matamoros había cantado la desolación -ocurrida al paso del ciclón San Zenón por Santo Domingo- con palabras sentidas y simples: -Cada vez que me acuerdo del ciclón/se me enferma el corazón -. Un escritor afrancesado como Alejo Carpentier aspira a la epopeya ciclonera en su primera novela, ¡Ecue-Yamba-O!: -Terror de Ulises, del holandés errante, de la carraca y el astrolabio-, pero le sale ajena. Sólo cuando vienen en su ayuda los negros de Puerto Rico adquiere un sabor similar al del trío: ¡Temporal, temporal/ Qué tremendo temporal!/¡Cuando veo a mi casita,/Me dan ganas de llorar! Y es que el ciclón es un fenómeno isleño, pero no mediterráneo: necesita del mar Caribe para fortalecerse. Cuando se adentra en el continente, inicia un camino de destrucción que lo conduce a su fin.

Un grupo de mariposas agita las alas en cualquier lugar del mundo y el aleteo origina una tormenta tropical en el Caribe. Como una advertencia, esa catástrofe llega cada vez con mayor frecuencia a Estados Unidos.