Antiamericanismo y alpargatas
por Ibsen Martínez
1
En una ocasión, pronto hará de esto uno 20 años, recibimos la visita “de buena voluntad” de un portaaviones nuclear gringo, el USS Eisenhower.
Por aquel tiempo, este servidor llevaba una vida más bien desordenada y compartía un apartamento con su hermano menor, por mal nombre llamado “el Cóscoro” en algunos ambientes del “demi-monde” salsero.
Vivíamos los dos en un sitio del litoral de Vargas conocido como La Vuelta del Playón.
El “gajo” del que hablo estaba en el piso 15 ó 17 de una torre de apartamentos playeros. Entre semana, el edificio estaba casi desierto.
Una noche, el Cóscoro y yo anduvimos de juerga —fue una noche de salsa brava en un local de Catia La Mar— y nos fuimos cada uno a la cama con una “jumita” bastante regular. Al despertar, a la mañana siguiente, fui hasta el refrigerador a servirme media pinta de jugo de naranja pasteurizado y, entonces, chancleteando y aún legañoso, me acerqué al balcón.
No tenía puesto los lentes y en ese momento lo único que pude advertir era una mole gris alzándose del mar, como si un islote azul cobalto hubiese emergido de las aguas durante la noche merced algún movimiento telúrico.
Cuando me puse los lentes, vi que el islote era un bruñido portaviones estadounidense fondeado a unas cinco millas náuticas de la línea costera.
Luego supimos que a bordo viajaban unas 8.000 personas —los habitantes de cualquier pueblo—, incluyendo, desde luego, una brigada de despliegue rápido de los proverbiales “marines” y todos los pilotos de todos los aviones cazas, los cazas-interceptores de despegue vertical, los helicópteros y los tripulantes encargados de surtir las máquinas expendedoras de Coca Cola, Marlboro, 7-Up, Ginger Ale y condones Durex.
Era tal su calado que el USS Eisenhower no cabía en el puerto de La Guaira y tenía que estarse ahí, fondeado en la rada exterior.
La tripulación y oficialidad que bajaba a tierra debía hacerlo en unas embarcaciones que hacían las veces de “dinghis”, sólo que los “dinghis” del USS Eisenhower lucían, desde nuestro balcón, del tamaño de fragatas misilísticas de la OTAN.
Ahí me estuve, realmente embobecido por el tamaño del portaviones Eisenhower, cuya obra muerta y la arboladura de sus torretas se elevaban sobre el nivel del mar hasta la altura de un edificio de 10 ó 12 pisos. Mi hermano despertó algo más tarde, fue él también por su dosis de electrolitos y potasio, y cuando se apostó junto a mí en el balcón tampoco pudo dar crédito a sus ojos.
—¡Váyale al carajo! ¿Qué rayos es eso?
—Un portaviones gringo. Del tipo nuclear, claro.
Y le pasé los binoculares.
Entonces el Cóscoro profirió una frase que nunca he podido olvidar, un comentario geopolítico, fruto de ese lúcido estado crepuscular de la mente que puede ser una resaca bien ganada en una buena noche de salsa y bembé: —Con portaaviones así, todos —no solamente Cuba— estamos a menos de 92 millas del imperialismo yanqui.
Solíamos almorzar en un figón, muy modesto y muy bueno, que aún está en la Primera calle de Maiquetía, pero que no menciono aquí porque la calidad de la comida ya no es lo que era, o quizá, somos nosotros los que ya no somos los mismos. Después del almuerzo, nos dio por acercarnos al terminal de pasajeros por ver los “dinghis” más de cerca: de nuevo las proporciones nos admiraron, lo que en verdad no era nada difícil: total, somos civiles y absolutamente legos en cuestiones de guerra naval. Lo cierto es que, al lado de aquellas embarcaciones, los destructores o fragatas —no sabría la diferencia— de nuestra marina de guerra, surtos en La Guaira, parecían peñeros artillados.
No sé dónde he leído que uno de los generales de nuestra Fuerza Armada —uno de los más inteligentes e ilustrados, hasta donde alcanza uno a saber—, ha desarrollado toda una teoría de “guerra asimétrica en el siglo XXI”, para el caso de que tengamos que defendernos de una invasión yanqui.
“Guerra asimétrica” : no suena nada mal. Pienso en el USS Eisenhower, por mencionar una sobredosis, y pienso también en las veces y en el modo en que la guerrilla de las FARC ha diezmado a nuestros jóvenes soldados destacados en la frontera, y el concepto de asimetría se impone indiscutible y tautológicamente.
Un conflicto armado entre Venezuela y Estados Unidos seguramente resultaría tan asimétrico, y por ello mismo, tan breve que el departamento de mercadeo de CNN no tendría tiempo de ofrecer espacio para las cuñas publicitarias de su espacio estelar “War in Venezuela, Live from the South Caribbean. Coming Saturday” .
Sé que puedo sonar derrotista pero, la verdad, no creo que los venezolanos tengamos el genoma de la resistencia suicida iraquí. Y, en cualquier caso, la afamada Guardia Republicana bagdadí se derritió —es la expresión que usan los medios oficiales del Pentágono— en menos de dos horas y media de incursión yanqui.
Que el desempeño político de la pre y la posguerra iraquí haya resultado una ciénaga para los dirigentes gringos es cosa cierta, pero no debe hacernos olvidar la calidad relampagueante y sangrienta que, militarmente hablando, tuvo la toma de Bagdad.
Pero la verdadera pregunta que corretea por los sótanos de esta croniquilla es: “¿Somos los venezolanos tan antimaericanos como para que se apele propagandísticamente al antimperialismo con posibilidades reales de convertir al país alguna vez en una inexpugnable fortaleza bolivariana y antiyanqui?” Un poco de historia quizá ilumine la singularidad de ser Venezuela el país latinoamericano donde el antiamericanismo como reclamo publicitario oficial resulta en extremo novedoso.
2
Entre los primeros encuentros de béisbol que se disputaron en Venezuela destaca una serie amistosa jugada en el puerto de La Guaira en 1905. Venezuela estuvo representada por un batallador equipo de estibadores, patrocinado por doña Zoila, la esposa del “ultranacionalista” dictador Cipriano Castro. El otro equipo era una novena de marines. La marina estadounidense visitaba el país en plan disuasivo, atenta a que las potencias europeas intentaran de nuevo un bloqueo naval a Venezuela, similar al que habían impuesto en 1902. La paradoja estaba en que Cipriano Castro, un idiosincrásico dictador de altisonante retórica antiimperialista, nada menos que el de “la planta insolente del extranjero”, etcétera, debía agradecer la protección que los buques de la imperialista armada estadounidense le brindaban.
Las fotos que se conservan de aquella serie merecerían aparecer en un anuario de relaciones públicas de la U.S. Navy y ofrecen una metáfora muy apta de lo que han sido los sentimientos de los venezolanos “de a pie” hacia Estados Unidos durante el último siglo.
El nacimiento de los partidos “modernos” en Venezuela, en tiempos del Comintern del Caribe, vino acompañado de un vigoroso sindicalismo de izquierda que, antes y después de la muerte del dictador Juan Vicente Gómez, creció a su vez al calor de grandes y memorables huelgas contra las compañías petroleras gringas.
Empero, nada de ello abonó, a la larga, una cultura nacional de antiamericanismo entre nosotros.
La última gran manifestación antiamericana, callejera y violenta, que se recordaba en Venezuela hasta hace poco, ocurrió en 1958, a raíz de la visita que Richard Nixon, por entonces vicepresidente de Estados Unidos, dispensó a nuestro país en el transcurso de una gira latinoamericana. Pero cabía esperar esas reacciones en 1958: el gobierno estadounidense había apoyado resueltamente al aborrecido dictador Marcos Pérez Jiménez, derrocado pocos meses antes de la visita de Nixon.
Tal vez me equivoque, pero circunscrita al ámbito de la izquierda radical parlamentaria, académica y estudiantil, la pulsión antiamericana nunca ha prendido en Venezuela.
Una explicación para esto fue ofrecida hace décadas por un desaparecido y ocurrente comentarista deportivo: Venezuela es el único país de la cuenca del Caribe que jamás ha experimentado una intervención directa de Estados Unidos. Los marines, cuando nos han visitado, lo han hecho sólo para jugar al béisbol.
Pero claro, usted no tiene por qué creerlo: soy, como es sabido, sólo otro pitiyanqui de izquierda.
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