MEDIDAS INJUSTAS E INÚTILES
ALEJANDRO ARMENGOL
Las restricciones a los envíos de paquetes a Cuba, que se suman a otras similares sobre las remesas y las visitas familiares, son inhumanas e injustas. Constituyen un regalo a un grupo de electores, de cara a la reñida contienda por la presidencia, pero son inútiles en cuanto a su supuesto objetivo de contribuir al derrocamiento de Castro.
Es inadmisible que un gobierno imponga restricciones de viajes y trate de administrar el dinero de sus ciudadanos, salvo en casos de guerra.
Resulta evidente que el gobierno del presidente Bush considera ciudadanos de segunda categoría a los residentes de Miami que viajan a Cuba, frente a los agricultores norteamericanos que visitan la isla para vender sus productos. Si el dinero de quienes se preocupan por sus familiares sirve para ``mantener la represión'', ¿tienen un objetivo distinto las ganancias derivadas de la comercialización de los alimentos procedentes de los mercados norteamericanos?
Ahora se añaden a esta estrategia de la miseria las nuevas restricciones al envío de paquetes a Cuba: queda prohibido el envío de ropa, semillas, artículos para higiene personal, materiales veterinarios y de pesca, así como equipos para fabricar jabones. La mentalidad de bodega que impera entre quienes han ideado las normas sólo se explica por su afán de complacer la mezquindad imperante en cierta radio del exilio y recuerda la mejor época de los comités de defensa de la revolución, donde la canalla del barrio se encargaba de perseguir a los vecinos.
Castro tiene que agradecerle a Bush el invertir los términos de las restricciones a la libertad de movimiento para los nacidos en Cuba. Durante largos años se ha criticado a La Habana por negarles la salida a sus ciudadanos e imponer un permiso de entrada a los que regresan a visitar a sus familiares. Entrar y salir del país de origen es un derecho de todo ciudadano. Ahora la administración republicana va a limitar las visitas familiares de quienes viven en el exilio a una vez cada tres años y sólo a familiares directos.
El presidente Bush ha logrado el dudoso récord de lograr que, tras décadas de dictadura, los cubanos comiencen a rechazar al gobierno de Estados Unidos. Las restricciones sólo traen gastos y engorros a los exiliados con vínculos familiares estrechos en la isla; dificultan el trabajo de apoyo a la disidencia y alimentan la retórica de Castro, al permitirle una vez más presentarse en el papel de víctima de la agresión de un país poderoso.
Por eso Castro ya está en campaña política. Todos sus esfuerzos van encaminados a que su candidato favorito gane las elecciones. El gobernante cubano está apostando fuerte en favor de la reelección de George W. Bush. Estrategia política, pero también cuestión de simpatías. La Casa Blanca y la Plaza de la Revolución se asemejan en estos días. La actual administración toma medidas semejantes a las del régimen castrista.
Castro acaba de amenazar con la posibilidad de un éxodo masivo que él dice no estaría en condiciones de impedir. Son palabras dirigidas a Washington, pero también a los que viven en la isla. Como viene ocurriendo desde hace decenas de años, el movimiento de protesta popular se materializa en los intentos de abandonar el país. El exilio es un aliciente mayor que un enfrentamiento callejero. Más fácil se arriesga la vida en una balsa que en una calle. La permanencia de Castro en el poder se debe en gran medida a su enorme capacidad para controlar -o incluso producir- estas crisis. Para el cubano el desarraigo es preferible a la afirmación nacional limitada al concepto de patria, porque está convencido -aunque sea intuitivamente- de que no hay nada en qué afirmarse. Esa falta de esperanza de los habitantes del país, salvo en la salida, es la antesala en que se evita la explosión de manifestaciones masivas de protesta.
El presidente Bush no puede permitirse el costo político de una crisis migratoria de grandes proporciones. Pero unos meses de tensiones en ambas costas del Estrecho de la Florida le pueden resultar muy convenientes. Reforzaría el renovado sentimiento antiinmigratorio, propio de cualquier administración republicana, y contribuiría a la creciente polarización de sentimientos en la comunidad exiliada. Nada mejor que la imagen de un presidente fuerte en una época de crisis para decidir a los indecisos.
La clave está en lograr que la crisis no llegue a ser una verdadera crisis, que no pare de gritería en las tribunas habaneras o los micrófonos radiales de Miami. Castro se ocupará de ello, por ahora.
La mayor dificultad para Estados Unidos -a la hora de formular medidas políticas respecto al régimen castrista- es que cuenta con opciones muy limitadas si quiere mantener el mismo rumbo. Cuba es una gran paradoja para Washington. En estos momentos, el régimen de La Habana no constituye una prioridad -casi puede decirse que tampoco un problema- en la complicada agenda de la nación, enfrascada en una lucha mundial contra el terrorismo islámico. Pero al mismo tiempo, los votantes de la Florida ocupan el primer plano en la batalla por las urnas. La solución es no crear un nuevo frente de confrontación internacional, a la vez que se brinda una recompensa emocional a unos votantes belicosos. Para sortear estas dificultades, el gobierno de Bush ha puesto en marcha una serie de medidas donde se mezcla lo patético con lo ridículo: una visita cada tres años entre padres e hijos: la prohibición de enviar calzoncillos y permitir mandar joyas.
Para la administración republicana, los votantes del exilio tienen mucho que ofrecer y se conforman con poco. No se explica de otra forma un conjunto de normas que no tienen otro objetivo que convertir la solución cubana en un simple problema electoral. Lo único es que la solución -propuesta por quienes en Miami no quieren quedarse fuera de cualquier reparto- sólo está llevando división y penurias a la familia cubana, al tiempo que aumenta la pobreza. No se lleva la democracia a un país separando a las familias, señor Bush.
(C) Alejandro Armengol 2004
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