novembro 18, 2004

La cámara del terror



por ALEJANDRO ARMENGOL

La escena aparecida en la televisión norteamericana, de un marine disparando a un iraquí —supuestamente herido y que yacía en el suelo de una mezquita— fue continuada al día siguiente con la noticia de un vídeo que muestra el asesinato de una rehén. Al parecer, la víctima es Margaret Hassan, una trabajadora social británica, nacionalizada iraquí, que estaba en manos de los terroristas desde el mes pasado. Uno y otro hecho se complementan de una forma siniestra, que deja poca esperanza sobre el futuro de la región y el mundo.

Hay una continuidad entre ambas imágenes, que va más allá de una simple yuxtaposición. La irresponsable guerra iniciada por Estados Unidos en Irak ha desembocado en múltiples actos de barbarie. La información de los cuales llega todas las noches a los televidentes. Parecería que hay un empeño sin límites, de poner a prueba la capacidad de repugnancia y desasosiego del ser humano.

Para los defensores de la guerra, el asesinato de la trabajadora social es otra muestra de que no hay paz posible con los terroristas. Tras el 11 de septiembre de 2001 —poco importa a estas alturas el hecho de que la tiranía de Sadam Husein no estuviera involucrada en los atentados— la única senda abierta es el exterminio total de quienes se oponen por la fuerza al modo de vida norteamericano. Aunque esa no fuera la intención de los secuestradores, su crimen viene a opacar en cierta medida lo que vimos la noche anterior. Estamos en guerra y en ésta siempre ocurren cosas desagradables. Bajo esa óptica, la guerra no fue iniciada por Estados Unidos, sino por quienes lanzaron aviones comerciales contra edificios en suelo norteamericano. Inocentes fueron quienes murieron en la caída de las torres gemelas de Nueva York. Inocente también Margaret Hassan, que durante muchos años no hizo otra cosa que ayudar a los iraquíes enfermos.

Desde el punto de vista de los terroristas, los dos hechos son de igual naturaleza. Todavía está por demostrar que el marine es el autor de un crimen. Para ellos, eso no constituye un problema. No están empeñados en una campaña de relaciones públicas y no les interesa que los consideren culpables. Todo lo contrario, la culpabilidad los engrandece porque así es como juzgan al resto de la humanidad. Asesinar a la señora Hassan —directora en el país del programa CARE International— no es otra cosa que una demostración al extremo de sus propósitos.

Hassan había vivido en Irak por más de treinta años, estaba casada con un iraquí y se dedicaba a la creación de clínicas, al establecimiento de unidades para la atención de pacientes con lesiones en la médula espinal. El mensaje es claro. Ni siquiera es con nosotros o contra nosotros. Se limita a exterminar al otro, negarle existencia a lo ajeno.

Poco importó que pacientes iraquíes —que habían recibido atención en los centros creados por Hassan— salieran a las calles de Bagdad con cartelones en árabe pidiendo su liberación. Bajo esta óptica torcida, de nada valen las intenciones de cualquier extranjero que se encuentre actualmente en Irak. No es posible asociación alguna entre naturales y extranjeros. No aspiran a la comprensión de su lucha. Les basta con intimidar: al contrario y a sus seguidores. Desde el niño que lanza una piedra al paso de un convoy militar y se oculta, al viejo que grita una obscenidad a una caravana de tropas, los terroristas los quieren a todos de su lado. Que los invasores y sus aliados miren a todas partes y no vean más que enemigos. ¿Lo están logrando? Si el pueblo iraquí admite en silencio este crimen horrendo, es que el miedo está ganando la batalla en Irak.

Hay una diferencia fundamental entre las imágenes del marine que dispara y el vídeo del asesinato de la trabajadora social. Las primeras han servido de denuncia. El segundo se hizo con el propósito de intimidar. Es lo que diferencia a una democracia de un régimen de terror, como el que quiere implantar Abu Musab al-Zarqawi. Esta frontera la quieren destruir los terroristas. Para lograrlo no tienen que llegar al poder. Basta que la situación se vuelva tan caótica que no se pueda controlar el miedo. Los editores de noticias de la televisión norteamericana no mostraron la escena completa del marine disparando. Fueron editadas en el momento que se produce el disparo, éste impacta al cuerpo en el suelo y los fragmentos de la masa encefálica tiñen la pared. Pero las imágenes existen y nada asegura que dentro de poco circulen por el mundo árabe.

Como existen fotografías de lo ocurrido en Faluya que tampoco han aparecido en la prensa. En igual sentido, la cadena Al Jazira se negó a trasmitir la cinta de vídeo. Pero ésta existe igualmente. No se trata de hechos aislados. Vídeos de decapitaciones de rehenes han circulado ampliamente por internet. Las fotografías de los abusos en la prisión de Abu Ghraib, impresas en discos compactos, pueden adquirirse en cualquier mercado callejero de Bagdad. En cada caso, una atrocidad es utilizada para justificar otra, en una secuencia que parece interminable.

Un logro infame de la guerra de Irak ha sido la incorporación de la cámara de vídeo al arsenal del terrorista. No es conquista reciente. La diferencia es la generalización alcanzada desde el comienzo del conflicto. Los nazis filmaron las atrocidades que cometieron en los campos de concentración. Con frecuencia los secuestros de aviones y las tomas de rehenes ha incluido una transmisión de televisión entre las demandas. Desde hace años se filman las torturas con los fines más variados, desde la intimidación de otros prisioneros hasta servir para la enseñanza de los aprendices de torturador. Osama bin Laden ha escogido al video como el instrumento más adecuado para comunicarse con el mundo. Cintas de violaciones vienen circulando desde hace bastante tiempo en los mercados clandestinos. Los terroristas chechenios filmaron tanto la toma de un teatro moscovita como de una escuela rusa. Pero nunca como ahora se había convertido en imprescindible la filmación de las humillaciones —incluida la muerte— infringidas a los secuestrados.

Tenemos ahora a terroristas que son directores de cine, señala Michael Ignatieff en un artículo aparecido en The New York Times Magazine del 14 de noviembre (The Terrorist as Auter). Cuenta que, luego de su liberación, un rehén en Irak describió como sus captores habían preparado cuidadosamente la realización del vídeo, desde el ángulo de la cámara y hacia donde apuntarían las armas, hasta la pared de fondo de la escena, así como si él estaría arrodillado o no y las palabras que diría, que conformaron lo que podía considerarse un “libreto”.

Esta batalla en que las imágenes sustituyen cada vez más a las ideas y a las palabras encierra no sólo el peligro de la saturación, ante tanta violencia, sino también una profundización del aislamiento en que cada parte se encierra, para rumiar sus quejas, temores y prejuicios, y volverse así incapaz de comprender al contrario. No hay excusa para el terrorismo. El repetido argumento musulmán de las humillaciones sufridas a manos de occidentales no justifica una sola atrocidad.

Tampoco la tolerancia es la respuesta adecuada ante el fanatismo y la intolerancia islámica, como se acaba de probar en Holanda. Sólo que ante la escalada actual de violencia en Irak, queda poco margen para trazar un camino que deje atrás a la tiranía y el caos. Hasta que eso no ocurra, las cámaras proseguirán su tarea de captar el horror.

(C) AA 2004