novembro 18, 2004

Presencia de Raúl Rivero



por Bernardo Marqués Ravelo

Este 23 de noviembre, el gran poeta y periodista cubano, Raúl Rivero Castañeda, cumplirá los 59. No es mucho si se tiene en cuenta que el promedio de edad, entre los cubanos, es de setenta y tantos.

Lleva dos años, confinado en una prisión del centro de la isla —se llama, creo, kilo 5½, o el Centro Penitenciario Provincial de Holguín, Villa Clara, Chafarina, o Canaleta, no puedo precisar ahora—, y son, sumarán cientos de privaciones y vicisitudes, y mala atención de su salud, que ya ahora va menguando. Pero resistirá. Yo sé que lo hará. Estoy seguro.

El delito del escritor es “conspirar contra la seguridad del estado”, al decir de las autoridades. Según explican los medios oficiales, Raúl es un traidor, pagado por los dólares del imperialismo norteamericano, un sujeto que cambia de piel constantemente, en suma, un patético personaje que no merece ni el aire que respira.

Los verdaderos delitos del poeta son su amor a la libertad y al libre ejercicio de su pensamiento. Y pensar, junto con José Martí, que ver un crimen en calma es cometerlo. Porque Rivero se puso al frente de su pueblo, y lo dijo en espléndidos textos donde narró, no una sino muchas veces, la miseria cotidiana de la isla, la falta de perspectivas ciudadanas, el terror diario, los abusos y la corrupción de las clases dirigentes. Y sobre todo: la falta de fe en un proyecto que prometió el paraíso, y entregó el infierno, aumentado y corregido.

El poeta, que ya venía de regreso de casi todas partes, comenzó a dirigir, a mediados de los '90, una organización de periodistas independientes —es decir: libres, sin ningún tipo de ataduras políticas— y empezó a publicar en la prensa de Europa y Estados Unidos. Fatal delito.

Que fue suficiente para que los fiscales a las órdenes de Fidel Castro se enseñaran con él y lo sentaran en el banquillo de los acusados, incoándole una causa por una considerable adición de cargos, todos relacionados con una figura jurídica siniestra, en la que se pueden subrayar las de siempre: "delitos contra la patria, colaborar con el enemigo, y difamar de los dirigentes de la revolución", además de un largo rosario de infamias de ese, y de otro tipo.

Pero Rivero no es hombre que se aminora ante los peligros. Ni las adversidades. Yo lo conozco —personalmente, digo— y sé de su temple y convicciones. Las mismas que no le permitieron callarse ante la desorganización y la desidia de los guerrilleros en el poder, la misma que no lo pudo hacer guardar silencio cuando descubrió las muchas mentiras del régimen comunista que desgobierna a la nación desde 1959.

Y la misma que lo llevó, en junio de 1991, a firmar un documento , junto a un puñado de intelectuales, exigiéndole a los líderes de Plaza de la Revolución que iniciaran un diálogo abierto y franco, entre todos los cubanos, para tratar de resolver los urgentes problemas que encaraba —y todavía encara— el país.

Pero un poeta es un hombre que asume su destino sin que le tiemble la mano. O, quizás, por eso mismo: porque siempre le tiembla la mano, y su sensibilidad le impide refugiarse en la incertidumbre. Un poeta es un ser humano plagado de defectos pero que, al mismo tiempo, tiene una sensibilidad exquisita, sobre todo para la problemática social.

Yo lo he visto llorar a lágrima viva por amores contrariados, que se fueron de súbito, y alegrarse con la felicidad de un amigo, y colocar su hombro ante la tristeza y la agonía para consolar a la gente que ama, y parejamente, ser intolerante ante las mezquindades humanas, además de ser dichoso con la irrupción de la primavera.

Blanca Reyes, su esposa —por mediación de Miguel Sánchez, su hijo—, me ha hecho llegar unos poemas, de los cuales escojo el que sigue, para compartir con los lectores. Se llama, RECADO, y está fechado en noviembre de este año:


No le digas, Ciudad, que he vuelto a verla
y vine a renacer en su perfume
a dormir bajo las arboledas
corruptibles y puras de su carne.

No le digas, Ciudad, que aquí he llorado
en lo que fue jardín y campanario
ni que mordí el sabor de sus palabras
con los dientes extraños de una llave.

Que no sepa por ti que sufro y tengo
pronósticos de nuevos sufrimientos
que puedo estar alegre y que este verso
es la única forma de llamarla.

No la saques, Ciudad, de ese camino
donde la tiene retenida el sueño
ni le digas que callo y estoy triste
y puedo estar alegre al mismo tiempo.

No le digas, Ciudad, que vine a verla.


Es todo. Me resulta casi inverosímil saber que el poeta, desde las tinieblas de las celdas, es capaz de cantarle a la vida, a la ciudad y al amor, que es uno solo. Increíble pero cierto. Ya lo habían hecho, en similares condiciones, al menos Miguel Hernández y el poeta turco Nazim Hikmet. Por no citar al francés Françoise Villon y al cubano Juan Clemente Zenea.

No por gusto. Porque poesía y libertad están estrechamente unidas, en un haz de profundas resonancias, como le gustaría decir a otro bardo mayor: José Lezama Lima. Por su aniversario 59, escribo esta mínima crónica contra la infamia y por amor a la vida. Porque ya llegarán los días luminosos y fervientes, en que el poeta pueda andar por las calles de la urbe que ama, libre y sin más miedos que los cotidianos, que atacan —y atacarán— a todos los seres humanos que todavía estamos vivos.

Miami, 16 de noviembre de 2004