dezembro 26, 2004

¿LAS SOMBRAS SE HAN IDO?



Por Bernardo Marqués Ravelo

Este primero de enero, Fidel Castro Ruz cumple cuarenta y seis años en el poder. Se dice fácil. Casi un campeón mundial, si no se pasa por alto la trayectoria del norcoreano Kil Il Sung, que lo iguala en el ejercicio de la dictadura.

Yo acababa de cumplir los once, en aquella fragorosa mañana de 1959, y recuerdo las primeras sensaciones como si fueran hoy: Fulgencio Batista partía en la madrugada, de modo que mi padre —que era militante comunista— no tendría que vivir más en la clandestinidad, los barbudos al fin habían triunfado, la vida comenzaría a cambiar y ya no seria igual. Y en efecto: así fue.

Décadas y décadas haciendo y deshaciendo al frente de los desatinos de la isla parece que va a ser el saldo de la historia personal de este hombre, en el que “las masas irredentas” confiaron, como nunca antes. Un personaje que llegó al poder en un apoteósico baño de pueblo, tras librar una guerrita de veinticinco meses en las colinas y valles de la Sierra Maestra, mientras las células clandestinas del 26 de Julio y del Directorio Revolucionario se desangraban en los llanos y ciudades de todo el archipiélago.

Los que conocieron al Guajiro — como le decían en la universidad de La Habana—, no confiaban en él, que llegó a los primeros planos de las noticias después de una peripecia insólita: el fallido asalto de la segunda fortaleza militar de Cuba: el cuartel Guillermón Moncada, en Santiago.

Para los políticos avezados de esa hora, el acto fue de un arrojo suicida, fraguado por aquel tarambana, aventurero y pica pleitos, que tenía fama de temerario. En realidad, Castro buscaba un golpe de efecto. Triunfara o no la acción, conseguiría pasar a la actualidad, y capitalizaría así una circunstancia que debía situarlo en el corazón de la escena política de aquellos tiempos. Y lo logró.

No voy a hacer historia, porque es asaz conocida. Lo cierto es que en aquella mañana, consiguió hacerse del poder, y de ahí en adelante “la tierra más hermosa que ojos humanos vieren”, comenzó a padecer uno de los muchos horrores del régimen: fusilamientos, presidios, torturas, exilio y un largo etcétera que nos deja un extraordinario mal sabor en el alma.

Confieso —con cierta vergüenza, por razones obvias— que abracé la revolución, y creí en ella hasta el tuétano. Hasta el punto de no darle crédito a los testimonios que me llegaban por una u otra vía. No, no era posible. El espíritu humanista del proceso social estaba a salvo y con seguridad no se cometían ni una sola de las infamias y miserias de las que se le acusaban. Eso creía.

Pero todo es secreto hasta un día y el sol no se puede tapar con un dedo. Creo que fue Lincoln quien dejó escrito que se puede engañar a un pueblo un tiempo, a parte de ese pueblo otro tiempo. Pero que no se podía engañar a toda la gente, todo el tiempo.

En una mala hora de 1980 encaré la realidad, que ya me había abofeteado unos meses antes, cuando se produjo el diálogo con la comunidad cubana del exilio y los dirigentes locales. En ese año, poco más de cien mil cubanos se lanzaron a las calles a patentizar su repudio, primero, y después iniciaron un éxodo masivo, sin precedente en la historia de la islita.

Me hundí en una depresión “color de muerto”. Estuve a punto de suicidarme, yo que jamás he experimentado tales impulsos. Me alojé, me hice fuerte en varios meses de una tristeza irremediable. Y me pasaron por los huesos y la piel casi diez años soportando y padeciendo el régimen. Desencantado y con una esterilidad agónica.

Y al fin, pude “hacer algo”. Que no fue mucho. Pero marcó, de forma indeleble, un instante de nuestra historia reciente: la firma de la Declaración de los Intelectuales Cubanos, documento que también suscribieron varios escritores de prestigio, entre ellos, Raúl Rivero, que cito por ser el único que permanece en Cuba.

Después tuve que tomar las de Villadiego y emigrar. Llevo más de diez años en el exilio y estoy a punto de recibir la ciudadanía norteamericana. En estas tierras de libertad he vuelto a renacer. Me volví a casar, y ahora empleo mi tiempo, que es mucho, en refrescar manzanilla y redactar papeles y más papeles, con la esperanza de convertirlos, después (cualquier día de estos), en una novela.

Este principio de año señala la ascensión de Fidel Castro a su poder personal, absoluto, dramático, trágico, mesiánico y mezquino por muchas razones, que no valen la pena siquiera enumerar. Han pasado cuarenta y seis almanaques. Un tiempo enorme, si se mira con detenimiento y se tiene en cuenta que la vida promedio de un criollo no rebasa los setenta.

Dice uno de los médicos cubanos del tirano, que éste vivirá más de cien años. Me niego a creerlo. ¿Lo habrán clonado? ¡Dios mío, qué horror! En todo caso, tengo esperanza de que así no sea.

Porque creo que estamos en las últimas, que a lo mejor se demora todavía unos años más y le rompe la cuenta al mariscal coreano. Todo puede suceder con este “personaje diabólico”, como lo califica uno de sus cercanos e íntimos enemigos: Rafael Díaz Balart.

Comencé con un verso de Jesús Horta, el Indio Naborí, y que ahora quiero citar, casi completo: “¡Primero de Enero!/ Luminosamente surge la mañana,/ ¡Las sombras se han ido!/ Fulgura el lucero/ de la redimida Bandera Cubana...” Lo que en realidad brilla son las sombras. El hambre, la discriminación racial, la prostitución, el vicio, la corrupción administrativa, y un largo ramillete de oprobios y vergüenzas, que nos ha dejado la revolución cubana, hasta el momento.

Que Dios se apiade de nosotros. Y que así sea.
Enero de 2005, Miami.