Fracaso catastrófico
por ALEJANDRO ARMENGOL
Son $177 millones por día, $7,4 millones por hora y $122.820 por minuto. El conflicto en Irak ya ha costado $119.000 millones a Estados Unidos. Esta es la cifra más conservadora. Muchos consideran que los contribuyentes han pagado un precio aún mayor. Y se refieren sólo a datos económicos. Los soldados norteamericanos fallecidos superan el millar. Se calcula que han caído 700 miembros de las actuales fuerzas de seguridad iraquíes. Las bajas civiles son del orden de las decenas de miles desde que comenzó la guerra. Pero el número que debe causar una mayor preocupación es que han muerto más niños en Irak por los ataques de las fuerzas de la coalición que en atentados terroristas.
Explosión de un coche bomba en Irak.
No hay duda de que las cosas no andan bien en el país árabe. Tampoco es noticia el empecinamiento de la actual administración en hacernos creer lo contrario. Lo novedoso es que los errores son de tal magnitud que los funcionarios del gobierno del presidente George W. Bush pueden hacer poco para ocultarlos.
Paul Bremer —hasta el 30 de junio responsable de la Autoridad Provisional de la Coalición en Irak— acaba de declarar que Estados Unidos no contaba con el número necesario de soldados, tras el derrocamiento de Sadam Husein, para enfrentar la situación creada. Recientemente Donald Rumsfeld puso en duda los vínculos entre Al Qaeda y Sadam. Se contradijo al otro día y rectificó horas después, diciendo que había sido "mal interpretado".
Durante el debate entre el vicepresidente Dick Cheney y el aspirante al cargo por el Partido Demócrata, el senador John Edwards, el primero negó haber sugerido que existía un vínculo entre Sadam y los atentados terroristas del 9/11, pese a que varias de sus entrevistas atestiguan lo contrario. Charles Duelfer, el experto de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) y enviado especial del gobierno norteamericano para encontrar las armas de exterminio masivo en Irak, dice que Sadam era incapaz de fabricar este tipo de armamento en los meses anteriores a la invasión de EE UU, que los arsenales existentes en los años noventa habían desaparecido para marzo de 2003. En una campaña electoral donde los republicanos repiten a diario que el aspirante presidencial demócrata, el senador John Kerry, se caracteriza por los cambios de opinión, deben recordarse estas afirmaciones, así como las declaraciones contradictorias, no sólo del presidente Bush sino de todos los miembros de su gabinete.
Un papel desmedido
Si algo ha caracterizado a esta administración, es la renuencia a admitir errores. Pero el acomodar los hechos a su punto de vista, el afirmar hoy una cosa y mañana lo contrario, el mentir una y otra vez ha sido el pan nuestro de cada día desde que Bush llegó al poder. Dejando a un lado los motivos para ir a la guerra, uno de los errores mayores cometidos por el gabinete de Bush, ha sido el otorgarle un papel desmedido al poderío del armamento de alta tecnología en los conflictos bélicos actuales.
No se trata de una equivocación táctica o de un cálculo inapropiado sobre la base de los datos existentes. Es un concepto ideológico tan desafortunado y falso como el que llevó a los jerarcas soviéticos a pensar que el comunismo terminaría conquistando el mundo.
Quienes ocupan la Casa Blanca en estos momentos son herederos o ex miembros del gobierno del fallecido ex presidente Ronald Reagan. Siguen pensando que ellos ganaron la Guerra Fría gracias al desarrollo desmedido de los gastos militares, la iniciativa —aún no conseguida— de construir un escudo antimisiles sobre el territorio norteamericano y la colocación en el espacio de sistemas de armas.
Cuando Bush llegó a la presidencia —antes de los hechos del 11 de septiembre de 2001— su prioridad era la construcción de ese escudo antimisiles, capaz de encerrar a EE UU en un caparazón antinuclear que brindaría la invulnerabilidad total a la única superpotencia sobreviviente, tras años de una carrera armamentista, que en más de una ocasión colocó al planeta al borde del exterminio.
Los atentados contra las Torres Gemelas en Nueva York y el edificio del Pentágono en Washington indicaron a las claras que la estrategia militar y política adoptada por la Casa Blanca era errónea. Con un mínimo de recursos —y utilizando como arma un simple medio de transporte comercial— se podía infligir un enorme daño a este país, siempre y cuando existiera la voluntad de provocar el terror a cualquier precio: atacar sus símbolos más visibles del poder económico y militar.
En lo adelante, la lucha había que desarrollarla en otro terreno, más simple y complejo al mismo tiempo: reducirla a la confrontación con individuos, grupos y organizaciones que no se limitaban a un país o a un imperio, sino que formaban parte de una red internacional con vínculos muy amplios, donde cada cual podía actuar —o permanecer a la espera por años— mientras habitaba en las mismas ciudades que odiaba y quería destruir.
Si la flamante consejera de Seguridad Nacional había enfatizado, al comienzo del mandato de Bush, que "la 82º división de paracaidistas no había sido creada para llevar a las guarderías a los niños de Bosnia y Kosovo", ahora las fuerzas norteamericanas tendrían que actuar persiguiendo a delincuentes empeñados en asesinar a inocentes norteamericanos.
El "mal" como algo ajeno
En vez de adaptar su estrategia a los hechos, la administración Bush hizo lo contrario: recurrió a la distorsión para que los hechos entraran en su estrategia. Consideró a las "amenazas asimétricas" —referidas a los objetivos militares no convencionales, de las cuales el ejemplo más claro son las organizaciones terroristas— como si se tratara de potencias enemigas. Recurrió a la vieja creencia norteamericana de considerar el "mal" como algo ajeno, fuera de sus fronteras.
No tuvo graves problemas en convencer al resto del mundo de la necesidad de invadir a Afganistán. En resumidas cuentas, el régimen imperante en esa nación era repudiado por el mundo civilizado. Había dado refugio a Osama Bin Laden, destruía monumentos históricos y maltrataba a las mujeres. Pero la caída del régimen talibán y la fallida captura de Bin Laden no fueron más que un desvío del objetivo primordial: declarar una guerra contra algo concreto y no elusivo como un grupo terrorista; atacar a un país, un ejército y un tirano; conquistar un territorio, derrocar una dictadura, cambiar la vida de millones de personas. Realizar, en resumidas cuentas, una exhibición de poder que devolviera al norteamericano promedio la convicción de que su patria era nuevamente poderosa, temida e invencible.
Se sigue argumentando que Bush nos llevó a una guerra bajo una premisa falsa, que en Irak no existían armas de exterminio masivo y que Sadam no tuvo nada que ver con el 9/11. Es cierto. Pero quienes repiten a diario estas afirmaciones —empezando por Kerry— son cómplices de la hipocresía que caracteriza a la sociedad norteamericana. Creímos lo que quisimos creer. Si salió a reducir la amenaza nuclear fue no sólo por los intentos anteriores de Sadam de obtenerlas, sino por la necesidad elemental de volver a la "tranquilidad" existente durante la época de la Guerra Fría.
Lo aterrador no es que existan varias naciones con armas capaces de volar al mundo. Estamos acostumbrados a vivir bajo ese peligro. Lo que resulta inquietante —a un grado insoportable— es que hayan sueltos por el mundo individuos capaces de secuestrar un avión y estrellarlo contra un edificio.
Es por eso que las denuncias sobre las mentiras, acerca del poderío militar de Sadam, han hecho sólo una mella relativa en el electorado. Ahora que finalmente Kerry se ha lanzado a acusar a Bush de ser un mal comandante en jefe —un gobernante que no ha sabido resolver la crisis iraquí— y empezado a venderse como tipo duro y resuelto, es que ha comenzado a ganar puntos en las encuestas. Si el presidente pierde la reelección es por inepto, no por mentiroso.
Los motivos de la guerra
La situación en Irak es la clave en este proceso electoral. No sólo porque ejemplifica la actitud de la administración Bush hacia el resto del mundo, sino porque está definiendo el siglo que apenas comienza. Las similitudes y diferencias entre este conflicto y la guerra Hispano-Americana de finales del siglo XIX no han sido señaladas: la brevedad de la campaña en lo referido a los principales combates, el poderío tecnológico-militar que rápidamente inclina la balanza, los debates en el Congreso, la manipulación de la opinión pública y, tras la victoria breve, la adaptación a una situación no anticipada, el brote de un sentimiento antiimperialista en las poblaciones liberadas y una larga campaña —en el caso de Filipinas— entre los pobladores y el ejército de ocupación.
Si en la actualidad ocupan tanto espacio en la prensa los motivos que llevaron a la guerra, es porque todo ha salido mal. De lo contrario, a pocos interesaría conocer la verdad sobre la capacidad bélica de Sadam.
La estrategia que en la actualidad utiliza el gobierno de Bush en Irak está condenada al fracaso por una razón fundamental: no es nueva, ya se empleó una vez y no sirvió. Con sus bombardeos aéreos sobre los reductos de insurgencia en las ciudades iraquíes, los norteamericanos no hacen más que repetir lo ensayado por los ingleses tras el desmembramiento del Imperio Otomano —luego de la Primera Guerra Mundial—, cuando se apropiaron de ese territorio árabe.
El interés primordial es amedrentar, hacer saber que cuentan con el poderío suficiente para barrer el país. La conclusión es que lo que no resultó para Gran Bretaña, no funcionará igualmente para Norteamérica. Pero al confiar en las bombas lanzadas desde el aire, se evitan las inevitables bajas de los combates en tierra. Sólo que los insurgentes cuentan con una respuesta: el terrorismo, la matanza indiscriminada de inocentes. Ambas bombas —las que caen del cielo y las que estallan en vehículos en las calles— siembran la muerte entre los civiles. Son dos manifestaciones de la irracionalidad de un conflicto que genera dolor y caos.
Más cifras
Un estudio de la cadena de periódicos Knight Ridder encontró que las operaciones de las fuerzas estadounidenses y multinacionales, y de la policía iraquí, han matado el doble de iraquíes, en su mayoría civiles, que los ataques de los insurgentes. La investigación se realizó con datos suministrados por el Ministerio de Salubridad en Irak. De acuerdo a estas cifras, el gobierno interino iraquí registró 3.487 muertes de iraquíes en 15 de las 18 provincias del país, entre el 5 de abril —cuando se empezaron a recoger los datos— y el 19 de septiembre. De esos muertos, 328 eran mujeres y niños. El ministerio también informó de 13.720 heridos.
Aunque se cree que la mayoría de los muertos son civiles, las cifras incluyen un número desconocido de policías y miembros de la guardia nacional iraquí. Muchas muertes, especialmente de insurgentes, nunca se informan, lo que hace temer que la cifra verdadera de caídos en combate sea mucho mayor. Según los propios funcionarios de Irak, las estadísticas demuestran que en los ataques aéreos de EE UU, cuyo objetivo son los insurgentes, también mueren un gran número de civiles inocentes.
Incluso un gobierno imperialista como el de Bush no tiene interés en perpetuar una ocupación colonialista en Irak. EE UU nunca ha intentado repetir el modelo del imperio británico. No existe tampoco la intención malsana de asesinar indiscriminadamente a mujeres y niños. Pero para las familias que han perdido a sus seres queridos, el resultado es el mismo.
La versión más cínica de lo que ocurre en Irak es que EE UU ha logrado apartar el caos de su territorio, situándolo en el exterior: terroristas de otras partes del mundo se han trasladado al país árabe y amenazan la existencia del ciudadano común, pero este esfuerzo deja a salvo las ciudades norteamericanas.
Además de lo inmoral de la idea —con otro matiz Bush la ha formulado, al afirmar que el conflicto exterior salvaguarda la seguridad nacional—, que exige la necesidad de una periferia de horror para lograr la seguridad doméstica —de forma similar a que la existencia de la esclavitud permitía la grandeza señorial de las mansiones en el sur de EE UU y Cuba—, es poco probable que este "muro de contención" sobreviva mucho tiempo.
Luego del 9/11, el espectador norteamericano sabe que el horror del terrorismo ya nunca más le será ajeno. Con su torpeza característica en el empleo de las palabras, Bush ha señalado que la rápida ocupación de Irak fue un "éxito catastrófico"; es decir, que la victoria alcanzada en poco tiempo llevó a que no se contara con los recursos suficientes para asumir el control del país, lo que condujo a los saqueos iniciales y a la inestabilidad aún imperante. En realidad, lo que ocurre en Irak es todo lo contrario: un fracaso catastrófico.
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