No vine a Estados Unidos a votar por Bush
por ANDRES REYNALDO
No sé ustedes, pero yo vine a Estados Unidos en busca de libertad.
Yo vine a la tierra viril y responsable donde el presidente Lyndon B. Johnson daba la cara a diario en la televisión para anunciar las dolorosas bajas de su ejército en Vietnam.
Yo no vine a aplaudir la estúpida guerra de Irak. La guerra de George W. Bush, Dick Cheney y Donald Rumsfeld desatada sobre los cadáveres de la legalidad internacional y la credibilidad norteamericana, en contra de la opinión de sus mejores generales, con un desprecio absoluto por las necesidades humanitarias y económicas de los hombres en combate y plagada de abusos, corrupciones e impunes errores.
Yo vine a la tierra donde el trabajo tenía una entrañable dimensión ética. Donde el empleado daba lo mejor de sí y el empleador daba lo mejor de su empresa. La tierra de los sindicatos exigentes y despolitizados. Del respeto al capital humano. Del empresario atento al latido social. La tierra donde al cabo de largos años de labor los hombres se retiraban con dignidad y sin miedo al mañana. Yo vine a vivir el capitalismo racional y solidario de Jefferson y Roosevelt.
Yo no vine a cruzarme de brazos ante la erradicación del pago por horas extra. Ni a morderme la lengua ante esta desenfrenada casta de rufianes que de un plumazo despiden a los empleados más viejos para no pagarles el retiro y de un plumazo se regalan un bono multimillonario. Sin que les tiemble el pulso. Sin perder un solo hoyo de golf. Ni vine a ser el impasible testigo de las corporaciones que contaminan las tierras de los granjeros y la mar de los pescadores. Yo no vine a vivir el capitalismo rapaz y delincuente de Bush ni Cheney ni Enron ni Halliburton.
Yo vine a la tierra de los grandes centros científicos donde eruditos de todas las naciones disponían de los recursos para trabajar por el bien de la humanidad. Donde los médicos, las compañías de seguros y las autoridades conformaban una eficiente red que satisfacía por igual a ricos y pobres. Donde el hombre y no el dinero era el fundamento del sistema. Donde una enfermedad larga o grave no equivalía a la bancarrota familiar. Donde un rostro valía más que una póliza.
Yo no vine pasar una zozobrante vejez a merced de la avaricia combinada de las compañías farmacéuticas que compran, venden y recompran a los funcionarios estatales y federales, de las corporaciones de seguros que se han convertido en auténticas maquinarias de estafa al ciudadano, de hospitales que se rigen por una mentalidad de contadores y de una creciente promoción de médicos con alma de corredores de bolsa que han echado a un lado su sagrado juramento de servir y curar. Yo no vine a tomarme la amarga medicina de Bush.
Yo vine a la tierra de la tolerancia donde nunca hubo guerras de religión ni filosofías. Donde los amigos debatían afablemente en la mesa sobre sus antagónicas preferencias políticas. Donde a nadie se acusaba de traición a la patria por hacerle una pregunta difícil al presidente. (Y donde el presidente elegido gobernaba de hecho y en espíritu.) La tierra donde The Washington Post le ganó la partida a Nixon. La tierra de la opinión abierta. Del respeto al criterio marginal y a la denuncia contra los poderosos.
Yo no vine a moderar mi voz en nombre de una seguridad nacional interpretada por esta pandilla de incapaces, arribistas y fanáticos que ya están causando una guerra civil en el mismo seno del Partido Republicano. Ni a dejarme medir por la vara moral de esos televangelistas que todas las noches te dicen que John Kerry es el diablo y que, de paso, les remitas veinte dólares. Ni me siento seguro cuando veo a mi enemigo cubierto con la capucha de los linchamientos, acorralado por perros de presa y con los genitales pateados. Yo no vine a ser el cómplice arrogante, avaro y feliz de la destrucción del sueño americano.
Yo vine a ser un hombre libre. Yo no vine a votar por Bush.
Yo vine a la tierra viril y responsable donde el presidente Lyndon B. Johnson daba la cara a diario en la televisión para anunciar las dolorosas bajas de su ejército en Vietnam.
Yo no vine a aplaudir la estúpida guerra de Irak. La guerra de George W. Bush, Dick Cheney y Donald Rumsfeld desatada sobre los cadáveres de la legalidad internacional y la credibilidad norteamericana, en contra de la opinión de sus mejores generales, con un desprecio absoluto por las necesidades humanitarias y económicas de los hombres en combate y plagada de abusos, corrupciones e impunes errores.
Yo vine a la tierra donde el trabajo tenía una entrañable dimensión ética. Donde el empleado daba lo mejor de sí y el empleador daba lo mejor de su empresa. La tierra de los sindicatos exigentes y despolitizados. Del respeto al capital humano. Del empresario atento al latido social. La tierra donde al cabo de largos años de labor los hombres se retiraban con dignidad y sin miedo al mañana. Yo vine a vivir el capitalismo racional y solidario de Jefferson y Roosevelt.
Yo no vine a cruzarme de brazos ante la erradicación del pago por horas extra. Ni a morderme la lengua ante esta desenfrenada casta de rufianes que de un plumazo despiden a los empleados más viejos para no pagarles el retiro y de un plumazo se regalan un bono multimillonario. Sin que les tiemble el pulso. Sin perder un solo hoyo de golf. Ni vine a ser el impasible testigo de las corporaciones que contaminan las tierras de los granjeros y la mar de los pescadores. Yo no vine a vivir el capitalismo rapaz y delincuente de Bush ni Cheney ni Enron ni Halliburton.
Yo vine a la tierra de los grandes centros científicos donde eruditos de todas las naciones disponían de los recursos para trabajar por el bien de la humanidad. Donde los médicos, las compañías de seguros y las autoridades conformaban una eficiente red que satisfacía por igual a ricos y pobres. Donde el hombre y no el dinero era el fundamento del sistema. Donde una enfermedad larga o grave no equivalía a la bancarrota familiar. Donde un rostro valía más que una póliza.
Yo no vine pasar una zozobrante vejez a merced de la avaricia combinada de las compañías farmacéuticas que compran, venden y recompran a los funcionarios estatales y federales, de las corporaciones de seguros que se han convertido en auténticas maquinarias de estafa al ciudadano, de hospitales que se rigen por una mentalidad de contadores y de una creciente promoción de médicos con alma de corredores de bolsa que han echado a un lado su sagrado juramento de servir y curar. Yo no vine a tomarme la amarga medicina de Bush.
Yo vine a la tierra de la tolerancia donde nunca hubo guerras de religión ni filosofías. Donde los amigos debatían afablemente en la mesa sobre sus antagónicas preferencias políticas. Donde a nadie se acusaba de traición a la patria por hacerle una pregunta difícil al presidente. (Y donde el presidente elegido gobernaba de hecho y en espíritu.) La tierra donde The Washington Post le ganó la partida a Nixon. La tierra de la opinión abierta. Del respeto al criterio marginal y a la denuncia contra los poderosos.
Yo no vine a moderar mi voz en nombre de una seguridad nacional interpretada por esta pandilla de incapaces, arribistas y fanáticos que ya están causando una guerra civil en el mismo seno del Partido Republicano. Ni a dejarme medir por la vara moral de esos televangelistas que todas las noches te dicen que John Kerry es el diablo y que, de paso, les remitas veinte dólares. Ni me siento seguro cuando veo a mi enemigo cubierto con la capucha de los linchamientos, acorralado por perros de presa y con los genitales pateados. Yo no vine a ser el cómplice arrogante, avaro y feliz de la destrucción del sueño americano.
Yo vine a ser un hombre libre. Yo no vine a votar por Bush.
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