outubro 27, 2004

Réquiem para El Barbario



Por Bernardo Marqués Ravelo

—¿ Tú eres David Buzzi?

Conocí al personaje, una tarde de agosto. Estaba en una mesa, con Peyi —Pedro Luis Rodríguez, diseñador de El Caimán Barbudo—, y salí del bar, en el Habana Riviera para alcanzar el baño cercano. Y, de pasada, lo vi. Conocidos cercanos ya me lo habían enseñado, pero nunca había conversado con él.

Al regresar, se me ocurrió hacerle un chiste y no demoré en ponerlo en práctica. Le dije, a boca de jarro:

—¿ Tú eres David Buzzi?

Se me quedó mirando un momento, recorriéndome con la vista. Era un hombre delgado y alto, de prominente calvicie, bigotes poblados y ojillos azules, transparentes. Y traviesos.

—Sí, barbario— me dijo, con cierta frialdad, muy serio.

—¿ Chico: y es verdad que tu andas armado con una tijera para meterle miedo a la gente?

Me midió, de nuevo. Guardó silencio casi un minuto. Se lo pregunté cuando ya éramos amigos: David, le dije: “¿Qué pensaste en aquel momento?”

—Que tú eras un provocador, barbario. Y que me había buscado un San Juan alumbrado, una jodienda con un tipo que no conocía, y sin siquiera comerla ni beberla.

“Barbario” era una palabreja que se había inventado, y que le asignaba a conocidos y desconocidos por igual. Con su permanente e inmune irresponsabilidad con el lenguaje. Y su proverbial sentido del humor.

—Sí, barbario— me dijo.

Le sonreí y le dije: “Bueno, entonces te invito a un trago para que me cuentes, de primera mano, todas esos cuentos que me han hecho...”. Y así comenzó nuestra amistad. Que sólo interrumpió su muerte, acaecida el pasado 4 de mayo de 2004, aquí, en la ciudad de Miami donde padecía exiliado. Su segundo exilio.

Pedro David Buzzi Gallegos era del signo escorpión, como yo. Había nacido el 14 de noviembre de 1931, casi dos años antes de que los cubanos depusieran a Gerardo Machado —el 12 de agosto de 1933—, un personaje que se había convertido en dictador, para decirlo en unas pocas líneas.

Según me contaba, nació en Libertad 75, en la barriada de La Víbora, y a una edad temprana se matriculó en la facultad de derecho, que tuvo que abandonar por las oleadas revolucionarias de la época de su juventud. Entonces se unió a las huestes del Movimiento Revolucionario 26 de Julio —que así se llamaba la organización—, en La Habana, para empezar a conspirar contra Fulgencio Batista.

Cayó preso y como consecuencia de ello, tuvo que refugiarse en Paraguay desde mediados de 1958 hasta el triunfo de Fidel Castro, en 1959. Llegó a La Habana en el mismo mes de enero, acompañado de su paraguaya — Elba Domínguez, Yeya—, su segunda esposa, madre de sus dos hijos: David y Carlos.

Poco después comenzó a tener problemas con los guerrilleros, que no daban tregua. Eran ellos los que mandaban, de modo que las voces de la oposición no se hicieron esperar. La Habana, la isla toda, vivía en aquellos años la efervescencia de la revolución. Todas las semanas se escuchaban explosiones de petardos, y los periódicos de ese tiempo daban cuenta de arrestos y más arrestos, de fusilamientos y de grupos armados que se alzaban en la cordillera del Escambray, al sur de la provincia de Las Villas.

Afortunadamente nuestro personaje no se atrevió a enfrentar, de lleno, a las fuerzas revolucionarias. Pero tuvo unas palabras ásperas con un comandante que, en ese tiempo, era el segundo protagonista, en funciones, de la Revolución: Martínez Sánchez, creo que se llama todavía. Y fue a parar a una granja —entiéndase presidio— donde un “camarada” comenzó a sonsacarlo para que trabajara para las filas de la Seguridad del Estado.

Le ofrecieron villas y castillos. Y, sobre todo: lo amenazaron con la Yeya, su esposa, que sería deportada a su país natal, Paraguay. Y Buzzi cedió, a pesar de su rebeldía. Era joven y tenía el mundo por delante. Qué carajo, se dijo: “La historia no vale la pena...” Y así lo hicieron agente secreto, con el grado de teniente del Ministerio del Interior.

Vivió los mejores años de su vida. En el proceso de apresarlo, le ocuparon una novela manuscrita, tildada por los policías de la secreta de "contrarrevolucionaria". No era tal. Los agentes de la seguridad del estado aprovecharon las circunstancias para que se pusiera de rodillas, al menos, psicológicamente.

De modo que cuando llegó a la UNEAC —Unión de Escritores y Artistas de Cuba—, ya le habían fabricado “una fachada” y venía precedido por la fama de un verdadero desafecto al proceso. Pero Buzzi era un todo personaje.

Poco después de comenzar a pasearse por los salones de la Unión, entre algazaras e incontables enredos amorosos, se hizo amigo de Nicolás Guillén, que comenzó a protegerlo. Y poco después, arrasó en el concurso de novela con su obra La religión de los elefantes, que le abrió las puertas editoriales de la isla. Y lo dejó instalado en el mínimo Olimpo de la notoriedad, como unos de los jóvenes prometedores de esa generación.

Viajó por los países socialistas, a causa del premio literario —la entonces URSS. Alemania, Checoslovaquia y Bulgaria—, y regresó con la oscura inquietud y el pálpito de que el comunismo era “tremenda mierda”, para decirlo con sus palabras. No tenía solución. Pero no entró a jugar las cartas de la oposición, por el momento.

Años después, amargado y deprimido por las horrendas peripecias de la que había sido actor y parte, se decidió a conspirar de nuevo. Yo entonces estaba muy cercano a él. Y leí su texto de ruptura con el gobierno. Recuerdo una de sus frases: El ministerio del miedo —parafraseando la conocida novela de Graham Green—. Un pliego que puntualizaba todas las infamias y sordideces, actuales, y pasadas.

E intenté ponerlo en contacto con la prensa extranjera pero el único que se portó a las alturas de un profesional fue Rui Ferreira quien, por cierto, no se llevaba bien con David, y todavía no era el periodista de raza en que se convertiría después.

Salió de Cuba en el año 1996, poco antes del conocido Maleconazo. Se tiró al mar en una improvisada balsa, con vituallas para varios días. Y fue a parar a un campamento, en la zona de Guantánamo, como consecuencia de las conversaciones entre los representantes de Clinton y Castro.

Yo me enteré de sus andanzas en la base naval de Estados Unidos, y no le perdí pie ni pisada. Un buen día, cuando trabajaba de redactor en una revista de turismo —recién llegado a Miami—, me enteré que David Buzzi estaba en esta ciudad, después de una larga convalecencia en un hospital militar de las Fuerzas Armadas de USA. Así no re-encontramos.

Una noche de mediados de 1997, se me apareció en el apartamento que había estrenado meses atrás, después de divorciarme. Y me espetó, como si manejara una Mágnum: “Barbario, estoy tocado... Me dijo el médico que lo que me queda son dos o tres afeitadas...Tengo cáncer... ”

Lo dijo sin emoción, ecuánime, como si hablara de un desconocido, y desde luego que de primer momento no le hice caso. Pero he aquí que un domingo, en casa de unos amigos, en el south west de la urbe, le dio un desmayo. Entonces ya no tuve dudas: David, el gran personaje de miles y miles de anécdotas, estaba herido de muerte.

Nos seguimos viendo. Seguía paladeando los alcoholes como siempre lo había hecho. Y ahora con fruición y un poco de cautela. Pero ya no era el mismo. Por cierto: nunca lo vi ebrio, y me consta que bebía como un cosaco.

No quiero alargar este texto. Un mal día mi hijo me llamó por teléfono para darme la noticia: David Buzzi había muerto, allí, en su apartamentito de Hialeah. Murió como un hombre, casi sin quejarse. Y eso que el cáncer lo tenía minado. Fui a la funeraria para despedirme de sus restos. Sé, con Hemingway, que a los amigos no se les pueden convertir en elegías. De modo que guardo silencio por pudor, y para no repetir lugares comunes.

Creo que sufrió más de la cuenta. Sé también que tuvo enemigos a montones, y decenas de errores, y esos accidentes fueron motivo de berrinches y discusiones mutuas. Y de conatos y peleas. Pero siempre nos arreglábamos. Yo, en realidad, desde estas líneas hago votos porque el Sumo Hacedor perdone sus pecados. Amén.
En Miami, octubre 21 de 2004