Historias de aeropuerto
por Juan Gelman
Elena Lappin fue enviada en misión periodística a Los Angeles por el diario The Guardian en mayo pasado. La también escritora creyó que, como ciudadana británica, no necesitaría visa. Se equivocaba: pese a los acuerdos EE.UU./Reino Unido vigentes en la materia, tenía que haber solicitado una especial –la I– “para información”. Así que fue interrogada durante 4 horas, palpada minuciosamente, debió estampar sus impresiones digitales y, esposada y presa, pasó la noche en un centro de detención para infractores de las leyes de inmigración y aduanas ubicado a 32 kilómetros del aeropuerto. En el aeropuerto mismo estuvo detenida al día siguiente hasta su deportación a Londres: 26 horas humillantes en total (The International Herald Tribune, 13-7-04). Lappin no inauguraba la lista de 13 colegas extranjeros que corrieron idéntica suerte en el 2003 desde que el Departamento de Seguridad Interior, creado en marzo de ese año por la llamada Ley Patriótica, se hizo cargo de las cuestiones inmigratorias y de la vigilancia de fronteras. Las protestas de la Sociedad Estadounidense de Editores de Periódicos y de Periodistas sin Fronteras movieron recientemente a Robert Bonner, comisionado de Aduanas y Protección Fronteriza, a decidir que los periodistas extranjeros podían entrar sin la visa I una única vez, pero debían solicitarla con ocasión de cada nuevo ingreso a EE.UU. “Somos una sociedad abierta –se congratuló Bonner cuando anunció la medida– y queremos que la gente se sienta aquí bienvenida.”
George Fernandes, ex ministro de Defensa de la India, suele vestir una kurta, esa suerte de camisa larga y holgada tradicional. En visita oficial a EE.UU. en el 2000 y de tránsito a Brasil en el 2003 fue obligado a desnudarse. Es un hombre anciano y quién sabe si se sintió bienvenido (The Guardian, 12-7-04).
Laura Bush admira al novelista británico Ian McEwan, tanto que lo invitó a compartir una comida con el primer ministro Tony Blair cuando la primera dama estadounidense visitó Londres con su esposo poco antes de la invasión a Irak. Meses más tarde –relata Lappin–, McEwan viajó a EE.UU. vía Canadá para dar una charla en Seattle. Funcionarios de inmigración yanquis le negaron la entrada en el aeropuerto de Vancouver: argumentaron que el escritor cobraba honorarios demasiado altos por hablar (5 mil dólares). Diplomáticos, miembros del Congreso norteamericano, periodistas y abogados invirtieron 36 horas en gestiones para que McEwan pudiera finalmente entrar. Inició la conferencia prevista agradeciendo al Departamento de Seguridad Interior su celo en “proteger de novelistas británicos al público estadounidense”.
El prestigioso narrador Rohinton Mistry, nacido en la India y ciudadano canadiense, interrumpió una gira de conferencias por el país de Lincoln en el año 2002. Lo acompañaba su mujer y en cada aeropuerto eran detenidos e interrogados “hasta un punto en que la humillación resultó insoportable para ambos”, confió al The Globe and Mail de Toronto Alfred A. Knopf, el editor neoyorquino de Mistry. Como George Fernandes, Mistry no es responsable del color de su piel.
Charles C. Green explica en el Houston Chronicle del 2-7-04 que no se considera una persona peligrosa, que más bien se dedica a escribir. Hace unas semanas voló de Nueva Orléans a Dallas y en el aeropuerto lo atajó una mujer cuando iba a buscar su equipaje. Era una agente de seguridad, le dijo que un pasajero se había quejado de él, le preguntó qué había hecho durante el vuelo y le pidió ver el crucigrama del New York Times que Green, por primera vez en su vida, había completado. Lo ignoró y fijó la vista en una anotación manuscrita al margen de la hoja: “Yo sé que esto es una especie de bomba”, decía. “¿Y esto qué significa?”, preguntó ella. Green aclaró que estaba escribiendo una novela y que en el vuelo se le había ocurrido la frase que Bucky, el protagonista de 42 años, iba a decirle a su amada Julia, de 19, en una escena decisiva del relato. Para confirmarlo, abrió su laptop, fue mostrando a la agente fragmento tras fragmento de la novela en ciernes y ella se convenció de que la bomba no era de TNT precisamente. Los que no se convencieron fueron tres policías que presenciaban la escena. Sin mayores trámites, trasladaron a Green a una comisaría. El que le tomó declaración quiso que el detenido además resumiera la trama de la narración. Al parecer le gustó –aventura Green– porque lo dejaron en libertad “por esta vez”. Más tarde reflexionó: “Si me pudiera dar un consejo práctico a mí mismo y lo aceptara, me diría: ‘Olvídate de lo que leíste sobre EE.UU. en las clases de Historia, Charlie. Olvídate de todo ese asunto de la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad... El entrenador del equipo de baseball de mi padre... piensa que debo subir ya a un (autobús) Greyhound. Debería escucharlo, es un veterano de Vietnam’”.
“La verdad es –concluye Elena Lappin– que en nombre de la lucha contra el terrorismo (la Ley Patriótica) ha convertido a una democracia libre, abierta, absolutamente atractiva, en algo parecido a una fortaleza insular del absurdo kafkiano. Tal vez Kafka fue muy sensato al escribir su novela America sin haberla visitado nunca. Tal vez hoy no le darían visa para entrar.”
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