Un payaso en la Casa Blanca
El zapateado de Joaquín Cortés ante Bush obliga a una reflexión sobre el arte y su compromiso
por Juan Ramón Iborra
Por una vez, un titular como el de este artículo no se refiere a Bush, sino a uno de sus ilustres invitados. La semana pasada, en el todo vale de la carrera electoral, el presidente reclutó a las fuerzas vivas tejanas (el estado retro y petrolero, cuna de su apellido y de su fortuna personal) y de Florida (el estado pucherazo, que le abrió la Casa Blanca cuatro años atrás). El acto era uno más de los programados en el Mes de la Herencia Hispana y una ocasión pintada calva para que George W. Bush introdujese en su mansión a la flor del empresariado cubano de Miami con lo más rancio de la industria de la América profunda. El convite tuvo banda sonora en directo con aires latinos y una sorpresa. En la noticia del telediario, entre aquel cuadro festivo, junto al orador que armó el gran cisco de Irak y que ahora pedía el voto hispano, apareció el bailaor cordobés Joaquín Cortés haciendo piruetas, vestido de traje negro, corbata y zapatos blancos. Estábamos sentados a la mesa, callados ante el pasmo, hasta que alguien comentó: "¿Pero qué hace ahí ese payaso?".
LA SEMANA pasada se fue desarrollando entre actos que señalaban la relación del arte con la vida, sobre la pura creación y el compromiso del artista. El Fòrum se enredó en un debate entre celebridades, sobre la diversidad e identidad de los mensajes narrativos que, dicho en román paladino, no fue sino volver al círculo vicioso, con perdón, sobre el escritor y su compromiso. En esos debates donde nunca se le permite el debate al respetable, el Nobel José Saramago recordó que algunos escritores "el compromiso lo tienen con sus cuentas corrientes". Desde sus antípodas, el académico Arturo Pérez Reverte proclamó, entre cínico y epatante, su esencia de filibustero de las letras, sin patria ni bandera. La reflexión más erudita llegó del no menos académico Pere Gimferrer. El poeta sacó de su talento una paradoja que nos recordaba que el mismísimo Dante Alighieri fue un miserable chaquetero. Se pasó de güelfo a gibelino o viceversa, tremenda traición para la época que, para ser entendida ahora, sólo es comparable a cambiar en una espalda de atleta portugués el 7 del Barça por un 10 merengue, o como si un supernumerario del Opus se diera de alta en CCOO, o como el laico que comulga con ruedas de molino. Según Gimferrer, el transfuguismo de Dante quedó patente en los versos de su Comedia. Aunque ese dato tenga un valor inaprensible ante su lectura en nuestros días.
Joaquín Cortés podrá salir al paso de su baile con el argumento de que lo suyo es arte, y que sus tacones no entienden de política. Pero lo valiente sería reconocer que lo hizo por 15 segundos de gloria en la tele universal, por la pasta, por promocionar su recién estrenado espectáculo en el City Center de Nueva York. Pero por lo que fuese, el bailaor puso al servicio electoral de Bush no sólo su nombre, sino la cultura popular que él representa. Líbrenos el infierno dantesco de los artistas que se autodefinen apolíticos. Como aquellos muy estrellados cocineros vascos que, a principios de 2001, se salían por la tangente hipócrita de que sus fogones no tienen ideología, cuando se les pidió opinión y solidaridad con Ramón Díaz García, cocinero de la comandancia de Marina de San Sebastián asesinado por ETA.
LOS TITULARES más o menos artísticos siguieron sazonando la semana. Un quítame allá esa invitación no hecha a Gabriel García Márquez por el Congreso de la Lengua en Argentina, hizo tambalear los cimientos de la nomenklatura literaria del Planeta. Para terminar de llenar la cesta, Mario Vargas Llosa señaló en Kosmópolis el error de Zapatero con la guerra, y en uno de sus brillantes artículos arrimaba el ascua a su sardina ideológica tratando de demostrar que Miguel de Cervantes fue, como lo es él mismo, un liberal. Menos mal que en mitad de este circo en ebullición mediática en que se va demudando la cultura, la semana anunció una exposición a fuego lento sobre Picasso, en su museo. Bajo el lema Guerra y paz, se descubre la exacta comunión entre arte y compromiso.
Pero el sello de compromiso también comienza a ser rentable en la mercadotecnia. Verbigracia, la aparición de Alejandro Sanz y sus mensajes radicales, con los que ha ido salpicando la promo de su último disco y su racha de conciertos. Con su disfraz de guerrillero aseado y un eslogan: "EEUU es un estado policial". Lo dice para su ingenua clientela, que quizá ignora que el cantante vivió en el país que critica, durante los peores momentos de la guerra de Irak, con la boca callada, mientras grababa en Miami su No es lo mismo. Pero en su último concierto en Barcelona, Sanz invitó al escenario a su amigo, el flamenco Farruquito, procesado por homicidio y denegación de auxilio. Un ejemplo de cómo se transmiten al público guiños de estética sin ética. Y de cómo el público, ea, ea, se cabrea.
Que no es lo mismo ética que estética, ya lo apuntaban los clásicos. Por recordarlo a los poderosos, a alguno de ellos le tocó beber cicuta. Desde entonces, la historia del compromiso en la cultura es una verdad de Perogrullo. Por quedarnos cerca en el tiempo y en casa, recuerdo a Terenci Moix, un escritor acusado de frivolidad y desapego social por los sembradores de cizaña, que dispuso un veto político en su funeral hacia el PP y que escribió en su última novela: "Pese a la ceguera, todavía no había sentido la verdadera oscuridad. La que los humanos llaman el abismo. Dicen que va creciendo en el fondo de las almas y las va engullendo hasta que al final se las traga". ¿Se trata de un converso? No. Hace 30 años, en su primer relato, dijo: "El hombre existe por encima de todas las cosas. El dolor de un solo hombre es sagrado, y esto es lo que debería de conmover al universo".
Pobre Cortés, que será recordado por el coitus interruptus de su romance con Naomi Campbell y por su zapateado ante Bush. Por eso rescato dos recuerdos que nublen sus brincos de simio. Uno es la voz de Antonio Gades, cuando me decía que en el arte y en la vida no puede haber estética sin ética. Y otro es el de otra recepción en la Casa Blanca. John F. Kennedy llegaba al poder como una esperanza. El 13 de noviembre de 1961 Pau Casals tocó ante él su violonchelo del exilio. Al final, el músico hizo un breve regalo y en aquel lugar sonó el Cant dels ocells. La música de su compromiso. [El Periódico]
por Juan Ramón Iborra
Por una vez, un titular como el de este artículo no se refiere a Bush, sino a uno de sus ilustres invitados. La semana pasada, en el todo vale de la carrera electoral, el presidente reclutó a las fuerzas vivas tejanas (el estado retro y petrolero, cuna de su apellido y de su fortuna personal) y de Florida (el estado pucherazo, que le abrió la Casa Blanca cuatro años atrás). El acto era uno más de los programados en el Mes de la Herencia Hispana y una ocasión pintada calva para que George W. Bush introdujese en su mansión a la flor del empresariado cubano de Miami con lo más rancio de la industria de la América profunda. El convite tuvo banda sonora en directo con aires latinos y una sorpresa. En la noticia del telediario, entre aquel cuadro festivo, junto al orador que armó el gran cisco de Irak y que ahora pedía el voto hispano, apareció el bailaor cordobés Joaquín Cortés haciendo piruetas, vestido de traje negro, corbata y zapatos blancos. Estábamos sentados a la mesa, callados ante el pasmo, hasta que alguien comentó: "¿Pero qué hace ahí ese payaso?".
LA SEMANA pasada se fue desarrollando entre actos que señalaban la relación del arte con la vida, sobre la pura creación y el compromiso del artista. El Fòrum se enredó en un debate entre celebridades, sobre la diversidad e identidad de los mensajes narrativos que, dicho en román paladino, no fue sino volver al círculo vicioso, con perdón, sobre el escritor y su compromiso. En esos debates donde nunca se le permite el debate al respetable, el Nobel José Saramago recordó que algunos escritores "el compromiso lo tienen con sus cuentas corrientes". Desde sus antípodas, el académico Arturo Pérez Reverte proclamó, entre cínico y epatante, su esencia de filibustero de las letras, sin patria ni bandera. La reflexión más erudita llegó del no menos académico Pere Gimferrer. El poeta sacó de su talento una paradoja que nos recordaba que el mismísimo Dante Alighieri fue un miserable chaquetero. Se pasó de güelfo a gibelino o viceversa, tremenda traición para la época que, para ser entendida ahora, sólo es comparable a cambiar en una espalda de atleta portugués el 7 del Barça por un 10 merengue, o como si un supernumerario del Opus se diera de alta en CCOO, o como el laico que comulga con ruedas de molino. Según Gimferrer, el transfuguismo de Dante quedó patente en los versos de su Comedia. Aunque ese dato tenga un valor inaprensible ante su lectura en nuestros días.
Joaquín Cortés podrá salir al paso de su baile con el argumento de que lo suyo es arte, y que sus tacones no entienden de política. Pero lo valiente sería reconocer que lo hizo por 15 segundos de gloria en la tele universal, por la pasta, por promocionar su recién estrenado espectáculo en el City Center de Nueva York. Pero por lo que fuese, el bailaor puso al servicio electoral de Bush no sólo su nombre, sino la cultura popular que él representa. Líbrenos el infierno dantesco de los artistas que se autodefinen apolíticos. Como aquellos muy estrellados cocineros vascos que, a principios de 2001, se salían por la tangente hipócrita de que sus fogones no tienen ideología, cuando se les pidió opinión y solidaridad con Ramón Díaz García, cocinero de la comandancia de Marina de San Sebastián asesinado por ETA.
LOS TITULARES más o menos artísticos siguieron sazonando la semana. Un quítame allá esa invitación no hecha a Gabriel García Márquez por el Congreso de la Lengua en Argentina, hizo tambalear los cimientos de la nomenklatura literaria del Planeta. Para terminar de llenar la cesta, Mario Vargas Llosa señaló en Kosmópolis el error de Zapatero con la guerra, y en uno de sus brillantes artículos arrimaba el ascua a su sardina ideológica tratando de demostrar que Miguel de Cervantes fue, como lo es él mismo, un liberal. Menos mal que en mitad de este circo en ebullición mediática en que se va demudando la cultura, la semana anunció una exposición a fuego lento sobre Picasso, en su museo. Bajo el lema Guerra y paz, se descubre la exacta comunión entre arte y compromiso.
Pero el sello de compromiso también comienza a ser rentable en la mercadotecnia. Verbigracia, la aparición de Alejandro Sanz y sus mensajes radicales, con los que ha ido salpicando la promo de su último disco y su racha de conciertos. Con su disfraz de guerrillero aseado y un eslogan: "EEUU es un estado policial". Lo dice para su ingenua clientela, que quizá ignora que el cantante vivió en el país que critica, durante los peores momentos de la guerra de Irak, con la boca callada, mientras grababa en Miami su No es lo mismo. Pero en su último concierto en Barcelona, Sanz invitó al escenario a su amigo, el flamenco Farruquito, procesado por homicidio y denegación de auxilio. Un ejemplo de cómo se transmiten al público guiños de estética sin ética. Y de cómo el público, ea, ea, se cabrea.
Que no es lo mismo ética que estética, ya lo apuntaban los clásicos. Por recordarlo a los poderosos, a alguno de ellos le tocó beber cicuta. Desde entonces, la historia del compromiso en la cultura es una verdad de Perogrullo. Por quedarnos cerca en el tiempo y en casa, recuerdo a Terenci Moix, un escritor acusado de frivolidad y desapego social por los sembradores de cizaña, que dispuso un veto político en su funeral hacia el PP y que escribió en su última novela: "Pese a la ceguera, todavía no había sentido la verdadera oscuridad. La que los humanos llaman el abismo. Dicen que va creciendo en el fondo de las almas y las va engullendo hasta que al final se las traga". ¿Se trata de un converso? No. Hace 30 años, en su primer relato, dijo: "El hombre existe por encima de todas las cosas. El dolor de un solo hombre es sagrado, y esto es lo que debería de conmover al universo".
Pobre Cortés, que será recordado por el coitus interruptus de su romance con Naomi Campbell y por su zapateado ante Bush. Por eso rescato dos recuerdos que nublen sus brincos de simio. Uno es la voz de Antonio Gades, cuando me decía que en el arte y en la vida no puede haber estética sin ética. Y otro es el de otra recepción en la Casa Blanca. John F. Kennedy llegaba al poder como una esperanza. El 13 de noviembre de 1961 Pau Casals tocó ante él su violonchelo del exilio. Al final, el músico hizo un breve regalo y en aquel lugar sonó el Cant dels ocells. La música de su compromiso. [El Periódico]
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