fevereiro 24, 2005

Una memoria para Caín



Por Bernardo Marqués Ravelo

En la tarde del 21 de febrero, dejó de existir, en un hospital de Londres, Guillermo Cabrera Infante. Probablemente el escritor cubano, vivo, más importante de su generación. Y uno de los consagrados de toda la literatura nacional.

Guillermo Cabrera Infante nació en Gibara, Oriente, el 22 de abril de 1929, y con su familia se trasladó a La Habana, en 1941, una ciudad que ha marcado rigurosamente el mundo anecdótico de su obra literaria.

Yo leí sus libros -al principio con cierto recelo, después con la certidumbre de estar leyendo a un maestro de la lengua- por allá, por el comienzo de la década del '70 del siglo pasado.

Disfruté primero de Así en la paz como en la guerra, y después de Un oficio del siglo XX, para casi de inmediato hundirme, hipnotizado, en las contingencias de Tres tristes tigres, y sus deslumbrantes retruécanos. Un derroche de cultura que, sin dejar de ser profundamente cubana, ya era universal.

Cabrera Infante comenzó a publicar en la revista Carteles, con el seudónimo de G. Caín, unas magistrales críticas de cine, que después reunió en Un oficio del siglo XX. Vine a conocerlo, personalmente, a mediados de los '90, en ocasión de una feria del libro a la que estaba invitado. Hablamos poco.

Recuerdo que me dejó la sensación, durante los breves minutos que intercambiamos palabras, de un ser obsedido por su conciencia. De aquel fugaz encuentro sólo recuerdo sus ojos: de una fijeza absoluta, como si estuviera taladrando la conciencia de su interlocutor. Esa fue mi primera y única impresión. No lo volví a ver.

Algunos años después, en mi efímera y fragorosa estancia en Puerto Rico, en casa de uno de sus amigos -Carlos Franqui-, tuve la oportunidad de hablar con él, por teléfono. Le interesaba que le narrara las aventuras, venturas y desventuras de sus libros en la isla. Y yo le conté. No tanto como hubiera querido porque Guillermo estaba hablando desde Londres, donde vivía, y no sabía con exactitud el tiempo que llevaba conversando. Me trató como a un viejo conocido. Y tuvo frases de cortesía y amabilidad para el aprendiz de escribidor que soy.

En estos días, después de llegarme la noticia de que estaba ingresado en el hospital Chelsea and Westminster (dijeron que se había fracturado una cadera), me detuve a repasar su obra, que además de los títulos citados se completan, parcialmente, con La Habana para un Infante difunto, Mea Cuba, Mi delito es por bailar el cha cha chá, y Ella cantaba Boleros, por citar los que me acuden ahora a la memoria.

Dicen sus amigos que era un hombre taciturno. Que todos los juegos de palabra -en español e inglés- que hacía en sus textos, aquellas conexiones y referencias que lograba con la palabra escrita, jamás salían a la luz. La magia de sus asociaciones quedaba en la página impresa, y nunca se permitía bromear en público con sus más cercanos conocidos. Eso dicen,

Realmente, no lo creo. Alguna amiga - ¿pudiera haber sido Nancy Pérez Crespo?- me contó varias anécdotas chispeantes de Guillermito, como le decían sus íntimos. Que la cordura y el respeto a los lectores me hacen pasar por alto.

José Pardo Llada, uno de los políticos de lujo de la época republicana en Cuba, acaba de decir: "Nadie supo reflejar la vida de La Habana de los años '50 como él. Era..., digo... es, un maestro en el oficio de escribir. Sus páginas, sus libros, sus novelas están matizadas con un gran sentido del humor, cosa que contrastaba con la vida misma, porque Cabrera era un hombre muy serio''.

Y Raúl Rivero, el conocido poeta, precisa en una crónica por estos días: "Era una voz, el hombre era nada más que una voz, pero el escritor me deja, nos deja a todos los que amamos, sufrimos y vivimos en español, su obra: una fortuna anchurosa y eterna. Uno la puede tocar y disfrutar todos los días. Con ella se puede ser mejor persona, cubrirse del frío y calmar la sed."

Hay un texto de Mario Vargas Llosa en el que el gran novelista reflexiona sobre las peripecias y avatares de Cabrera Infante, en ocasión de recibir el Premio Cervantes, en 1997. Entre otras cosas, Mario le pasa revista a la vida del creador, y sus peripecias para salir adelante en el exilio.

Además de las constantes persecuciones de la cúpula del poder cubano - porque el dictador y sus secuaces no perdonaban el talento, la dignidad, el genio y la eticidad de este hombre pequeño de estatura, pero inmenso en su talla intelectual-, Guillermo tuvo que enfrentarse a las hordas de militantes de izquierda que, obnubilados por los supuestos brillos del proceso político de La Habana, no le perdían pie ni pisada para acosarlo en cuanta tribuna ocupara. Pero su entereza, su sangre fría, saber que defendía la causa más justa -la libertad de su pueblo- fueron suficientes para sus convicciones. Y para su honradez.

Ha muerto, sí, uno de los grandes creadores de las letras cubanas y de hispanoamérica. Pero la ex actriz Miriam Gómez anuncia, desde ahora que Cabrera Infante dejó, al menos, dos novelas inéditas, que dará a las prensas en breve. Así como guiones y disímiles artículos que se amontonan en su papelería.

Quiero concluir estas líneas con unas frases de Guillermo Cabrera Infante, que por su actualidad no requieren explicación: "Me preguntan a menudo si volveré 'con la frente marchita' y siempre contesto: No en el primer avión. Lo único cierto es que llevo viviendo 31 años en esta casa de Londres. Es probable que pueda cambiar de dirección pero no de sentido. Esa es una ley de física. He aprendido que la física es más importante que la metafísica."

Un periodista le preguntó, hace unos años: ¿Es para usted. Cuba, un bolero? A Lo que el autor de TTT respondió: No, no, en absoluto. Cuba es una enorme tragedia, no es un bolero.

Miami, en febrero de 2005