fevereiro 23, 2005

Vivir la historia para darse cuenta de ella


por Rita Martin

CHAPEL HILL - No hace mucho, a la edad de 93 años, moría el poeta y narrador polaco Czeslaw Milosz (Premio Nobel, 1980), recordado sobre todo por su libro El pensamiento cautivo (1956). Hace apenas una semana el dramaturgo norteamericano Arthur Miller (Premio Pulitzer 1949) cerraba los ojos con el olor de los últimos narcisos. Y como quien se une despaciosamente a esta cadena, el escritor cubano Guillermo Cabrera Infante (Premio Cervantes, 1997) escribe por última vez con el humo de su inevitable tabaco una palabra que señala una ciudad perdida e inventada: La Habana.

Pero la muerte y los premios son tal vez lo que menos habla de cualquier intelectual, y a Milosz, Miller y Cabrera Infante les unía otra voluntad, otra vocación y otro destino: los tres denunciaron la hipocresía de cualquier poder y todo lo que de la vida acariciaron, lo trocaron en escritura, e inscribieron en ella el signo o acción de la palabra rebelde. Los tres se separan en su capacidad de clarividencia. Mientras Milosz y Miller lograban penetrar la historia a través de signos presentes pero imperceptibles, Cabrera Infante, como la mayoría de los mortales, tuvo que vivir la historia para darse cuenta de ella.

Guillermo Cabrera Infante procedía de una familia comunista. En su juventud se adhirió a la ideología de su padre y, como muchos otros al triunfo de la Revolución cubana, eligió la política sin vacilación. Dirigió Lunes de Revolución y fungió en cargos culturales del gobierno y tuvo la opción de permanecer viviendo al amparo del aparato oficial. Pero los supuestos de Guiteras-Holmes, Martínez Villena y Julio A. Mella --cubanos socialistas todos ellos-- no se correspondían con los principios de Fidel Castro que comenzara a seguir a Mussolini y a Stalin indistintamente en su famosa frase a los intelectuales de la Isla: “Dentro de la Revolución todo, fuera de la Revolución nada.” Y Cabrera Infante se armó de valor al comprender que no eran motivos estéticos ni generacionales los que discutía el sistema nuevo en el poder, sino que se ejercía sencillamente una palabra: censura. Tuvo la opción de dejar de ser verdugo y tomar el camino al que habían sido obligados y empujados otros intelectuales y a lo cual había contribuido el propio Lunes de Revolución. Gran parte de la obra de Cabrera Infante es una reflexión de estos años, una amarga crítica de sí mismo. Durante años lectores y críticos pensaron que sería capaz de escribir una literatura contra sí mismo. Pero el ser humano llega a los límites psíquicos que le está permitido para no enloquecer y Cabrera Infante sobrevivió dentro de estos ínferos. Mea Cuba y Vista de amanecer en el trópico dan fe de ello.

Cabrera Infante no nació en La Habana, pero llegó un día a ella para no abandonarla. Utilizó el seudónimo de Caín para firmar sus críticas de cine; pero de igual manera pudo llamarse Bustrófedon, ya que encarnaba esa manera antigua de escribir en dos direcciones de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. Más que un modo de rellenar renglones en una u otra dirección, este modo en Cabrera Infante se convirtió en figura literaria y salió el escritor Bustrófedon con destino exílico hacia Europa, pero quedó anclado en América; vivió libre en Inglaterra, pero permaneció prisionero de la historia de Cuba; agradeció las neblinas londinenses y los conciertos, pero en su mente hubo una transparencia y una fijeza: la mucha luz del trópico y las habaneras, el son, el danzón, las zarzuelas cubanas, la rumba, la trova, la guaracha, la conga, el mambo,el bolero, el cha-cha-chá, el feeling, o su música extremada.

A Guillermo Cabrera Infante le gustaban las asociaciones. Por eso es inevitable recordar que el 21 de febrero es, además, el Día Internacional de la Lengua Materna, un día en el que se dan cita las aproximadamente seis mil lenguas vivas y actuantes que existen en el mundo. El guiño de Bustrófedon es insistente, no es su muerte a la que se asiste sino al homenaje de otras lenguas y de su lengua materna, la cubana, porque aunque Cabrera Infante fue sin duda uno de los mejores escritores de la lengua española, hay que reconocer que hablaba en cubano como nadie, añadiéndole al absurdo de esta lengua, su buena dosis de cinismo y humorada; lo cual, para seguir el ritmo del Infante difunto, es humo, humor, pero también morada.

Del humor al humo hay otra historia ocurrida hace 282 años en la isla de las distopias. Es el año de 1723 y el gusto por el tabaco, ese mismo al que Cabrera Infante era casi un adicto, se había extendido por toda Europa; mientras que la difícil situación de los vegueros que lo producían terminó en una manifestación de rebeldía contra el coloniaje español. Ciertamente, los insurrectos fueron ejecutados; pero la barbarie contribuyó a escribir la acción al revés, a la manera de Bustrófedon, ya que la misma coadyuvó, primero, a crear el sentimiento del criollo y, posteriormente, en el cubano, un sentido de fractura con lo español y su discurso colonial. La manifestación de los vegueros significó algo más que muerte y escarnio público, señaló un espacio y una acción de resistencia de un país que comenzaba a gestarse.

Esta referencia histórica parece absurda, tal vez barroca, sin duda un palimpsesto. Para algunos no tendrá sentido pero resonará en un hombre y los lectores de ese hombre que, a través del humo del habano (¿vano?) fundó por medio de su memoria una ciudad otra que sobrevive (resiste) los desastres de la paz y el esfuerzo de algunos en hacerla desaparecer. Sólo se necesita para encontrarla y (re)construirla una fe en la literatura similar a la del arqueólogo alemán Heinrich Schliemann, porque La Habana está ya y para siempre en la obra de Cabrera Infante del mismo modo en que Troya invitaba a ser descubierta desde las descripciones de Homero. El (re)encuentro con la ciudad dormida, su (re)invención o renacimiento será quizás la verdadera revancha de un escritor llamado Cabrera Infante cuyas ficciones preparan tales regresos y diálogos imaginarios.